Un hombre y una mujer llevan 28 años casados. Para celebrar la Pascua han organizado una comida en familia. La hija mayor regresa a casa desde lejos solo para eso. El primogénito se prepara para ir a la universidad, pero pospone todo pendiente para ayudar en casa. Las dos hijas menores, las princesas de papá, están de vacaciones y prepararon postres.
Los señores previeron que la mesa no estaría llena, aun con sus cuatro hijos en casa para la fiesta. Hay otros cuatro lugares que llenar, entonces invitaron a una corista de la iglesia a la que van cada domingo, a un abogado filósofo, y a un matrimonio joven recién llegado de México. O sea, gente que no tenía planes para celebrar el Domingo de Resurrección.
Se rezó algo breve, pero sincero antes de comer. Se habló sin agenda, sin pretensiones, con el único propósito de querer que todos la pasen bien.
Los miembros de la familia anfitriona vivieron el día con la luminosidad y alegría de quienes se han vuelto generosos por hábito. Los hijos se trataron entre ellos con un cariño que se aprecia pocas veces en los adolescentes. No hubo muecas, ni regaños, ni tonos sarcásticos. No hubo teléfonos. Solo para tomarnos una foto.
Íbamos conmovidos en el camino regreso a casa. Mi esposa y yo hablamos sobre cómo lograr tener en nuestro hogar esa alegría, esa generosidad. ¿Cómo hacer que los hijos se quieran tanto entre ellos?
Concluimos que los hijos aprenden de cómo papá trata a mamá, y viceversa. Él y ella se quisieron tanto, que su amor se multiplicó.
Conocer familias así llena de esperanza. El futuro es brillante.
¡Felices Pascuas!
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